Publicación especial de Rebecca Rosefelt, nuestra pasante del verano 2017:

Entrada al centro de detención juvenile en Ciudad Juárez.

Me había preparado mentalmente para lo peor. Durante el transcurso del año leí una variedad de artículos e historias acerca de las prisiones: historias acerca de presos que pedían recibir educación dentro de la prisión; un periodista que estuvo trabajando encubierto como oficial correccional; una historia descubierta de cómo los familiares que visitaban a alguien preso eran abusados con manoseos por parte de los oficiales de la prisión. Comprendí también que no debía usar un sostén con varillas metálicas para evitar hacer sonar el detector de metal, tener que comprar de imprevisto playeras de colores vistosos cuando me dijeron que no podía vestir de negro o gris (los colores designados para los detenidos y los guardias). Si alguien tuviese acceso al historial de traducciones al español que estuve realizando, podrían pensar que me encontraba planeando algo terrible, pero simplemente estaba tratando de familiarizarme con nuevas palabras que pudiese escuchar durante la visita.

Un nuevo, y más estricto, código penal fue implementado el año pasado en México, y en él se estipula que solo ciertos crímenes son meritorios de pasar tiempo tras las rejas. Como resultado, la mayoría de los niños que se sentaron al otro lado de la mesa donde me encontraba, eran acusados o eran convictos de crímenes más atroces como homicidio, violación y asalto. No estaba segura de qué esperar con los adolescentes, que ya de por sí son impredecibles. “¿Cuánto tiempo tarda un niño en endurecerse en prisión?” me pregunté a mí misma. ¿O acaso esa sólo es una alegoría?

El domingo por la mañana pasé cerca de un montón de bolsos de mujer que colgaban de un gancho en el estacionamiento, los artículos personales de los visitantes que no se podían dar el lujo de un compartimiento para sus cosas en la recepción. Me dieron un número enmicado, el cual representaba uno de los muchos espacios vacíos disponibles para guardar mis empolvados lentes obscuros y mi vieja billetera. Pasé por un detector de metal, el cual no hacía sonidos ni tenía luces prendidas pues se encontraba desconectado – una mera decoración o quizás un señuelo. Con un cateo me retiraron un envoltorio de una barra de granola de mi bolsillo; el estilo de mi sostén permaneció irrelevante. Hubo un intercambio de palabras que no entendí y ninguna tenía algo que ver con las condiciones de la prisión.

Seguí a mi compañero de trabajo a las unidades donde se encontraban alojados los muchachos. Dentro de los oscuros y redondos dormitorios, los niños colgaban sus brazos apáticos o apoyaban suavemente la frente contra las puertas enrejadas mientras escuchaban nuestra invitación para asistir a nuestro taller mensual “Conoce tus Derechos”. Puede que no haya sido la actividad más atractiva que se podría haber planeado, pero es tiempo fuera de su celda, y pronto un grupo de muchachos arrastraron escritorios consigo al auditorio.

Es comprensible que no se puediesen realizar actividades que combinaran chicos con chicas, por lo que haríamos una visita al lado de la niña más tarde. Desde el patio de visitas, algunos niños llevaron a sus madres a las bancas, dejando un brazo protector alrededor de sus hombros como si dijera por favor no estés tan triste, sigo siendo tu hijo amoroso y estoy bien. Al igual que con cualquier grupo de niños, varios se ofrecieron voluntariamente a leer en voz alta, mientras que otros tímidamente retrocedieron durante las actividades grupales. Observé a un niño que ayudaba a su amigo, quien no sabía leer, a completar nuestra encuesta. Nunca hubo un ápice de agresión que uno pudiera anticipar de los delincuentes juveniles, en vez encontré vestigios de compasión y juventud.

Entranda al centro de detención juvenil en Chihuahua.

Durante la semana, me econtré entre espacios tranquilos y con aire acondicionado, donde me encontré frente a frente con chicos que cortésmente me estrechaban la mano antes de sentarme impacientes frente a mí. Acostumbrados a soportar el calor del desierto en pantalones deportivos, algunos incluso temblaron en el aire acondicionado. Las pocas chicas que conocí me saludaron con una amplia sonrisa. Muchos mencionan sus nombres al presentarse, pero las entrevistas son anónimas, en cambio recuerdo a los adolescentes por detalles minuciosos que a menudo no se reflejan en el papel: el adolescente que no ha conocido a su hija, el cocinero orgulloso de su trabajo, el cuerpo pequeño de un niño que supuestamente asesinó a alguien. El respeto inquebrantable y la honestidad que recibo de los niños muestra un cálido aspecto humanitario de lo que a menudo se siente como un camino lento hacia el éxito en el mundo de la defensa jurídica.

Como cualquiera que haya estudiado algún aspecto de la historia sabe, no hay nada nuevo bajo el sol. Hay tanto consuelo como horror al saber que otros han compartido cualquier dificultad que uno pueda encontrar. Por un lado, sabes que no eres una anomalía y puedes sobrevivir a este dolor, y por otro, sabes que tal terror se ha infligido muchas veces. La primera vez que un niño me confesó que su madre lo llevó a la estación de policía después de que violó a su hermana menor, pasé días pensando en cómo su madre reunió la fuerza para manejar el dolor a esa escala. Alrededor de la tercera o cuarta vez que un niño me contó una historia similar, quedó claro que el recurso que tomó cada madre era uno de necesidad, derivado del deseo de ver justicia y tal vez de la incapacidad de hacer la vista gorda como tantos otros. Vi fuerza colectiva en estas mujeres, una necesaria para cambiar lentamente el rumbo contra la normalización de la violencia doméstica. Esto no es nuevo, pero si hemos aprendido algo de la historia, es que no podemos simplemente quedarnos quietos y esperar que cambie para mejor.

Guardias transfiriendo a un adolescente de vuelta a su celda.

Entrevisté a 75 adolescentes y adultos jóvenes, casi las tres cuartas partes de la población penitenciaria juvenil en el estado de Chihuahua. Aunque era un porcentaje significativo, el tamaño de la muestra seguía siendo lo suficientemente pequeño como para dejar grandes lagunas en los datos cuantitativos. Los números indican áreas claras para mejorar, como el tiempo de espera para tener un juicio y la necesidad de más horas de educación. Cualitativamente, muestra a muchos niños que extrañan a sus padres y esperan llevar una vida normal con un trabajo y una familia. Al hablar con los niños que ingresaron al sistema de detención antes de la implementación de la ley de 2016, está claro que las condiciones de detención han mejorado significativamente. Sin embargo, los nuevos participantes nos recuerdan que hay mucho por hacer antes de que las condiciones puedan considerarse aceptables. El interés del gobierno local en la encuesta de análisis de riesgos de JJI indica la voluntad de seguir trabajando para cumplir con los estándares internacionales, o al menos unos más altos, para estos niños. Hay innumerables horas de investigación y peticiones por delante, pero cada pequeña victoria es un recordatorio de que esto se ha hecho antes y se puede volver a hacer.