BoybybedPor Tamara Thompson

Déjame contarte acerca de Gabriel, un muchacho de 16 años de la ciudad de Chihuahua a quien conocí recientemente durante una visita al centro de detención de la localidad. La primer cosa que vi fue la nuca de Gabriel porque él y todos los otros muchachos en la celda recibieron la instrucción de voltear de espaldas cuando nosotros entramos a dicha celda y de no mostrar sus caras hasta no recibir esa instrucción. Mi garganta se cerró cuando percibí el mensaje que estas instrucciones pretenden dar – que Gabriel y los otros muchachos tras las rejas no son nada. Cuando Gabriel dio la vuelta y pude ver sus ojos, grandes y cafés con una mezcla de timidez, tristeza y vergüenza, viendo al suelo pero no de manera derrotada, mis propios ojos comenzaron a humedecerse. Como madre de un muchacho adolescente, me encontraba muy consciente de que este era el hijo de alguien más y que en el día en que él nació, cuando su madre lo sostuvo en sus brazos por primera vez, ella nunca deseó que él terminase aquí. Hoy, para poder ver a Gabriel por lo menos dos veces a la semana, su madre debe ir a una prisión.

 

Al igual que los demás muchachos, el cabello de Gabriel fue cortado al estilo militar, vestía una playera gris y pantalones deportivos. Estaba en una celda junto a otros cinco muchachos pero solo habían cuatro camas. Midiendo alrededor de 1.65 metros, se paró cerca de las barras de metal y de manera suave y respetuosa comenzó a contarme que él iba a la escuela antes de que fuera detenido – las matemáticas eran su materia favorita – pero ahora que se encuentra en espera de su juicio no puede asistir a clases. Las clases se encuentran reservadas para los muchachos que ya han sido enjuiciados. Siendo el hijo intermedio de 9 hermanos (3 varones y 5 mujeres), Gabriel me comentó que ya antes había estado en un centro de detención durante dos meses por robar una televisión. Esa fue su primer ofensa. Él sueña con salir de detención para poder regresar a la escuela. Le pregunté qué tan pronto sería eso y me contestó que no estaba seguro. Cuando me comentó con resignación que es probable que tenga que pasar un año más en prisión, mi cabeza explotó y sentí como si alguien me hubiera golpeado en el estómago. Me invadieron las ganas de gritar “¡¿Un año entero por robar una televisión?!”.

 

No pude pensar en nada inteligente para responderle, pero tampoco pude mirar hacia otro lado. Le miraba y sólo podía pensar “Gabriel, ¿Cómo podrás regresar a tu antigua vida? ¿Cómo mantendrás tu carácter y tu autoestima intactos cuando todo aquí adentro te dice que no vales nada? ¿Cómo evitarás convertirte en parte de las estadísticas de sucumbir ante la depresión y la tentación de apaciguar tu dolor por haber sido aislado consumiendo drogas o suicidándote? ¿Cómo volverás a la escuela ahora que tienes más posibilidades de regresar a prisión tras haber pasado ya meses aquí dentro? ¿Cómo evitarás caer presa de los otros muchachos que viven contigo, aquellos convictos por asesinato, quienes están ansiosos de llenar los vacíos de tu identidad para crear una nueva y convencerte de que te les unas a los rangos de criminalidad más serios?”. No me atreví a preguntar en voz alta ninguno de mis cuestionamientos, en vez de eso, cuando era momento de partir y tratando de sonar un poco positiva, le dije “Échale muchas ganas”. “Sí, eso haré, gracias” me respondió.

 

El factor determinante en la detención de Gabriel fue la pobreza. Esencialmente fue castigado no solo por robar una televisión, sino por ser pobre. Los adolescentes de familias con dinero no terminan en detención. El Magistrado Rogelio Guzman confirmó mi aseveración cuando tuvimos oportunidad de conocerlo. También nos mencionó que el mantener fuera de los centros de detención a los muchachos que no necesitan estar ahí, salva vidas. Es más fácil, más astuto y requiere de menos recursos. Es mejor para todos y todos ganamos. El proyecto Niños en Prisión se dedica a asegurar que los niños sólo sean detenidos como último recurso y durante el menor tiempo posible.